La puta madre
por Carlos Franco
por Carlos Franco
Roma, la de las siete colinas, era en aquel tiempo la Urb por antonomasia. Era el símbolo invertido de la ciudad, la anticiudad, es decir, la madre corrupta y corruptora que en lugar de traer vida y bendición atrae la muerte y las maldiciones.1
La ciudad y la madre son formas de la paradoja límite-protección. Ambas generan en torno a sus senos una fuerza de gravedad que retiene a sus hijos, por esta razón algunas diosas se personificaban ostentando una corona de murallas. Dentro de ellas se concebía al hombre como un peregrino entre dos ciudades y a la vida como un pasaje de la ciudad de abajo a la ciudad de arriba:
Babilonia la Grande, nombre simbólico de Roma (que contaba entonces con un millón de habitantes, y cuyo imperio alcanzaba su apogeo), es descrita como antítesis y contraste de la Jerusalén de lo alto <
Cuando la ciudad se corrompe entra al juego que se rige primordialmente por el símbolo masculino del dinero, inyectándoselo en distintos puntos de su cuerpo extravagante. Surgen en esos sitios los paisajes arquitectónicos que apuntan soberbios a la masividad o hacia el cielo. ¿Cuántas Ciudades de México, Nuevas Delhis y Cairos echan carnes; cuántos centros financieros del mundo construyen dedos para tocar el cielo o edificaciones quiméricas únicamente para denotar poderío? Y al llegar el síndrome de abstinencia, como en una marea baja, los habitantes de esos puntos modernísimos migran para poblar zonas aún más nuevas, dejando los caparazones para las siguientes generaciones animosas. Santa Fe es una promesa pasajera del futuro, otro Tlaltelolco: adquiriendo plusvalía con su halo de vanguardia, que de la misma forma se disipará.
Mientras tanto la madre infecta con su hedor de cloaca; su centro es el monedero. Tiene frenesíes de primer mundo en sus orgasmos pagados. Llegan más hijos a su amparo aunque los pezones ajados procuren solo babas con tufo a leche. Incluso nutre criaturas de otros países, aquellos que conocen otros trucos para mamar. Las promesas aun nos atrapan: zafarnos de la madre consentidora y celosa sólo puede suceder con un acto desquiciado.
Esta ciudad respira lento y su tos lleva sangre. ¿Qué bálsamo puede devolverla de su embotamiento mecánico? Es tiempo de que deje su maternidad prolongada artificialmente y acepte el siguiente estadio de su ciclo: que se convierta en arpía, habiendo sido ya una virgen expectante —cuando era transparente— y también madre dadora por muchos años. Fue codiciosa y al buscar perpetuarse el sino la desfiguró y atrajo las desgracias. La Ciudad de México, como muchas, lleva su vida grabada en la cara: en sus insinuaciones de lo que fue lozanía y en todos los intentos de embellecerse con cosméticos sin reparar en su carraspera de muerte. Que ceda ya su libro de sombras y que con él se erijan nuevas Brasilias y Curitibas, ciudades orgánicas que piensan más que en sí mismas, que no se asumen extrañas de la naturaleza y que emplean “la historia, el gusto y el ornamento” 3 en su edificación, como sugiere Tadao Ando, el arquitecto filosófico japonés, “reemplazando los métodos mecánicos, letárgicos y mediocres ante los cuales (las ciudades) han sucumbido...”4
Ya es inadmisible cualquier otra premisa, necesitamos ciudades a escala humana, concebidas como órganos sanos de una madre aún mayor, Gaia. En palabras de P. Geddes, “Ningún tipo de ciudad es admisible si nos quita la alegría de vivir.”
1. Chevalier, Jean, et al. Diccionario de los símbolos. Editorial Herder, S.A.
2. Ídem.
3. Ando, Tadao. The Museum of Modern Art.
4. Ídem.